Los venezolanos, tanto mayorías como minorías económicas y sociales, fuimos y somos siempre ingenuos en política. Nos dejamos mal acostumbrar por un vago concepto de Gobierno encargado de todo, promesas y discursos de candidatos con sus partidos que aplicarían la justicia social y protegerían al pueblo, compromisos imprecisos que se interpretan en cada cabeza según lo que cada mente necesite.
La distribución justa y social –socialista-, en este país parece que afirmar ser conservador (en política, generalmente de centroderecha, que favorecen tradiciones, adversos a los cambios políticos, sociales o económicos radicales, oponiéndose al progresismo) y liberal (doctrina que se basa en la defensa de las iniciativas individuales, busca limitar la intervención del Estado en la vida económica, social y cultural, un sistema filosófico y político que promueve las libertades civiles oponiéndose al despotismo), es pecado mortal. Un apartamento propio o para otro, una promoción y mejor sueldo en el trabajo, alguien pensará en un carro nuevo, habrá quien sueñe doctorados rentables para los hijos, para algún reconcomido será que la mujer gruñona lo deje viudo.
Ciertamente, en aquella Venezuela del último cuarto del siglo XX la decadencia ética era evidente, el fracaso de Carlos Andrés Pérez en su primera presidencia no fue perder las elecciones, sino la solidez moral tradicional del país. El traspié de Luis Herrera Campins fue no recuperarla a pesar de su firme decencia, honesto proceder, catolicismo y formación lasallista. La gran frustración de los grupos dirigentes e intelectuales de esos tiempos fue hablar y criticar, siempre sólidos y resplandecientes en televisión, maestros del micrófono, pero no haberse fajado de verdad, a rescatar la tradición venezolana de respeto, sobriedad y trabajo honrado. Cuando equivocarse se hace humano y habitual, sabio y oportuno es corregir.
El mayor error fue Hugo Chávez. Lo percibieron como un escueto golpista humillado, después lo interpretaron como un tosco popular que los buscaría para gobernar. Casi todos los grandes medios de comunicación, la sociedad amoral que idolatra el dinero, trataron de rodear a aquél llanero de verbo fácil con liquiliqui, y él, entre humoradas y afirmaciones que no tomaron en cuenta, se dejó abrazar. Entendieron que los tradicionales, adecos y copeyanos, iban de capa caída por sus propias cegueras y egoísmos, sentando bases abiertas para chavismo.
Y, para mayor angustia, no lo está haciendo sólo porque sea ignorante, que no lo es, sino porque tiene un castro programa en la mente y lo aplica. Políticos de finales del siglo XX, dirigentes partidistas que juegan a la oposición según vayan creyendo que les conviene en este primer cuarto del siglo XXI, Maduro sólo ve lo que quiere ver, los lentes y audífonos para escuchar al país en el cual se está hundiendo, los dejó olvidados en La Habana donde, aunque él no se dé cuenta, también empiezan los cambios. Lentos, apagados, pero en marcha. Díaz-Canel tal vez no lo sepa, no sabemos, pero él mismo, a pesar de estar atado de manos, es un cambio, es el amanecer del post-castrismo.
Esta vez, pareciera, que los Estados Unidos no están cometiendo los errores de antaño, analizan mejor y no quieren seguirse equivocando.
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